En agosto parece Canadá destino apetecible por el clima. Y en esto no nos equivocamos en absoluto. Nos esperaban unos días con la temperatura que no descendió nunca de quince grados ni tampoco superó los treinta.
Partimos del aeropuerto de Barcelona en un vuelo de la compañía Air Transat. Pensábamos que no existían las compañías low-cost en vuelos trasatlánticos. Y parece ser que ésa lo es. No habíamos sido informados de tal cuestión pues indudablemente habríamos desistido de un viaje de tantas horas en las condiciones que se suele ir a Mallorca y similares con los low-cost esos.
La recepción en el aeropuerto de Montreal, otra tortura. Colas interminables para entregar unos formularios de los que luego nadie comprueba ni la veracidad de los datos.
La recogida de maletas, nuevo caos. Maletas amontonadas por doquier. Salida por una cinta no anunciada, … Esas cosas que dicen que pasan en eso que llaman el tercer mundo.
A la salida del aeropuerto ya empieza enseguida la zona urbana.
Pronto llegamos a los rascacielos que caracterizan las grandes urbes canadienses
Era domingo y el tráfico escaso
Con lo que en poco tiempo al hotel.
Con la espera del aeropuerto ya no quedaba tiempo para más que dejar las maletas, ir a cenar y a la cama.
Un paseo a primeras horas del día fue el inicial contacto con Montreal.
Tras el desayuno a recorrer la ciudad en bus. Primero subiendo a Mont-Royal, desde donde las vistas son espléndidas.
Al fondo se divisan la torre del Estadio Olímpico y el velódromo, que alberga actualmente el Biôdome donde se recrean diveros espacios bioclimáticos.
Descendiendo del Mont-Royal se halla el monumento a Sir George-Étienne Cartier, uno de los padres del actual Canadá.
Ya en la ciudad, descendimos del bus y paseamos por el Plateau Mont-Royal, antiguo barrio obrero, que alberga ahora población -en mi impresión- entre alternativa y pijo-progre.
Las ardillas son numerosas en esta zona y corretean por sus parques.
Otra vez al autocar y proseguimos nuestra visita.
El río San Lorenzo es la gran referencia de todas las grandes ciudades del este canadiense
En una de sus isletas se ha conservado el pabellón EEUU para la Expo de 1967, transformado en la Biosfera, centro de interpretación del sitema de los grandes Lagos y el río San Lorenzo.
En otra se halla el Casino.
Con un último vistazo al puerto nos adentramos en el Viejo Montreal.
Pasamos por «La Multitud Iluminada», escultura de Rayomond Mason, representa a la población de Montreal observando una fuente luminosa: ¿la ciudad ardiendo, el futuro, la verdad, …?
Continuamos a pie por el centro comercial.
Para acabar la visita guiada en la ciudad subterránea formada por multitud de comercios ubicados en el subsuelo y conectados entre sí por un laberinto de pasadizos.
Después de comer, partimos de Montreal en dirección a Quebec. Siempre entre el paisaje candiense donde el agua y el verdor son omnipresentes.
En las afueras de Quebec fuimos a una teórica recreación de un poblado de los indios hurones. He visto reportajes con tales poblados y la verdad es que aquel al que acudimos más bien debía ser de serie B.
Una señora disfrazada de Pocahontas, que de india tenía más bien poco, nos explicó historietas y hasta nos cantó en un idioma inidentificable.
Lo hortera del lugar relucía hasta en el acceso a la tienda, objetivo principal de la visita y donde era posible hallar artesanía de todo tipo de la que abunda en las tiendas Dollarama, equivalente canadiense de nuestros «Todo a cien»
Por cierto, simpático y de tebeo el letrerito del «prohibido fumar».
Pronto llegamos a Quebec.
Un paseito para ir a cenar en la animada ciudad.
Y más tarde otro nocturno.
El día siguiente, paliza de autocar con ida y vuelta a Tadoussac.
Dejamos Quebec con la visión del último puente que atraviesa el San Lorenzo.
Hermosos paisajes, pero con un cierto aire repetitivo.
Varias horas después ya nos acercábamos a Taboussad a cumplir nuestro objetivo: el avistamiento de ballenas.
Cruzamos en ferry el fiordo de Saguenay.
Y comimos en el hotel Tadoussac, que data de 1865.
En plena digestión nos embarcamos para contemplar las ballenas. Éstas frecuentan mucho la zona ya que en ella abunda el «krill», pequeño camarón que es parte básica de su alimentación.
Pronto se dejaron ver algunas ballenas beluga, cetáceos que aunque no son propiamente ballenas son muy conocidas por su vistoso color blanco y su curiosidad que las hace acercarse a los humanos.
Tuvimos que alejarnos más para que asomasen otras ballenas.
Iban saliendo bastantes, pero tan sorpresivamente que lo difícil era enfocar la cámara.
Algunas hasta parecían perseguirse.
El tamaño se puede compara con la zodiac cercana.
Fue buen día para verlas.
Regreso por idílicos paisajes.
Y por otros no tan idílicos.Y tras cenar, nosotros al hotel que no sobraban los ánimos.
El día siguiente también amaneció bueno en una tranquila ciudad, donde poco movimiento se veía a primera hora en la Grand Allée.
Comezamos la visita guiada a Quebec. La primera parada fue en las Llanuras de Abraham, extenso parque situado donde en 1759 tuvo lugar la batalla que estableció definitivamente el dominio británico en estas tierras.
Desde allí, extensas panorámicas sobre el San Lorenzo.
A escasa distancia la Ciudadela, construida a principios del siglo XIX.
Y también grandes espacios ajardinados.
Presididos por una estatua de Juana de Arco.
A continuación descendimos frente al Parlamento, junto a la fuente de Tourny.
Es curioso el huerto-jardín ecológico situado en plena urbe, frente al Parlamento.
En la parte alta de la ciudad el castillo Frontenac, que pese a su nombre y apariencia ha sido siempre hotel y nunca fortaleza.
Muy cerca, la Plaza d’Armes centra buena parte de la vida ciudadana.
También desde allí buenas vistas sobre el San Lorenzo.
Pasando por la catedral empezamos el descenso hacia la Ciudad Baja.
Que finalizamos por la empinada escalera Casse-Cou, literalmente rompe-cuellos.
La Place Royal es probablemente la más antigua de Quebec y, una vez restaurada, conserva el aspecto que debió tener en el siglo XVIII.
Junto a ella toda una fachada pintada en trampantojo recrea el pasado quebequés.
En los alrededores tienen sus talleres diversos artesanos como este fabricante de pipas.
Varias calles de esta zona de la ciudad están llenas también de talleres y comercios y repletas de turistas.
Dejamos Quebec para ir a la cercana e impresionante cascada Montmorency, que forma el río de este nombre al desembocar en el San Lorenzo.
De Quebec seguimos bordeando la orilla izquierda del San Lorenzo hasta la zona de Trois Rivières. En el paisaje alternaban cultivos y granjas.
Entre mucha agua de ríos y lagos.
Paramos a comer en una cabaña azucarera, pequeña explotación del jarabe de arce, destinada a las visitas turísticas.
De la savia del arce se obtiene un jarabe que se usa de muchas maneras. Allí pudimos probar los caramelos obtenidos a base de tirar jarabe de arce sobre nieve helada.
Y comprar jarabe y licores derivados del mismo.
De allí nos dirigimnos a Mont Tremblant, estación turística, donde pasaríamos la noche
Llegamos tarde dando tiempo para poco más que cenar y un breve paseo. El hotel estaba ubicado en el centro de la urbanización.
El día siguiente paseamos por el pueblo y sus alrededores, lugar muy frecuentado en todas épocas del año.
Desde allí suben los remontes para esquiar y realizar también otras actividades deportivas.
Hay parajes de sorprendente belleza.
De Mont Tremblant hacia Ottawa, capital de Canadá, donde llegamos a la hora de comer. Lo hicimos en la zona del mercado ByWard , por el cual dimos después un paseo.
Frutas y verduras de buen aspecto, pero precios que no son los españoles.
Los productos derivados del jarabe de arce ocupaban varios tenderetes.
Recorrimos luego parte de la ciudad, contemplando el hotel Castillo Fairmont
El canal Rideau, que comunica los lagos y canales que hay entre Ottawa y Kingston.
Nos detuvimos ante los edificios del Parlamento.
Dejamos las cosas en el hotel.
Y fuimos al Museo canadiense de Historia, cuya colección de totems de aborígenes es lo más interesante de su contenido.
Que también alberga vestuarios y todo tipo de objetos de estos pueblos.
Las vistas sobre la ciudad desde el exterior del museo son para no perdérselas.
De regreso al centro frente a la Galería Nacional pudimos ver a «Maman», la escultura de Louise Boiurgeois. Hay varias en el mundo: una en acero en la Tate gallery de Londres y otras en bronce, en el Museo Guggenheim de Bilbao, en el Mon Art museum de Tokio, en el Museo Leeum en Corea y en el Museo de Arte Americano Crystal Bridges de Bentonville (Arkansas).
Por la noche fuimos a contemplar el espectáculo de luz y sonido que se proyecta en verano en el Parlamento sobre la historia de Canadá.
Dejábamos Ottawa pra seguir remontando el curso del San Lorenzo.
Entre agradables parajes y excelente día nos fuimos acercando a la zona de las Mil Islas, donde en un estrechamiento del río hay centenares de islotes de todos los tamaños. Son propiedad privada, unos canadienses y otros norteamericanos.
Allí embarcamos para realizar un minicrucero entre las islas.
El tamaño de las islas es muy variable.
Pero casi todas tiene la característica de estar habitadas, por lo menos en las épocas del año de clima más suave.
Idílicos y encantadores lugares donde vivir. Las noches sin el tráfico de turistas han de ser algo inenarrable.
En una de las islas, la llamada Corazón por su forma, perteneciente a Estados Unidos, se aprecia un castillo que el millonario Georges Blodt empezó a construir a fines del siglo XIX para su esposa. A la muerte de ésta se interrumpieron las obras y permaneció décadas en completo abandono. Ahora es usado como atractivo turístico. Para mí un ejemplo de como el dinero y el buen gusto no tienen porque ir estrechamente unidos.
En algunas islas hay varias propiedades.
En otras, casitas que prácticamente las ocupan íntegramente y que para quienes tenemos una edad nos invitan a recordar la que fue famosa canción de Elder Barber a finales de los años cincuenta del pasado siglo: «Tenía una casita pequeñita en Canadá …»
Regresando, aún veíamos el castillo en la lejanía.
Y lugares tan pintorescos como estas pequeñas islas unidas por un puente.
Después de comer fuimos hacia Kingston.
Ciudad caracterizada por sus muchas instalaciones militares.
Subiendo hacia el Fuertte Henry se divisan algunas de las mejores perspecctivas de la ciudad.
En el Fuerte Henry, antiguo bastión británico usado hoy como museo, el calor apretaba de lo lindo.
Hicimos una breve pausa en la ciudad de Kingston.
Y luego en «La Gran Manzana», tienda dedicada a la venta de todo tipo de productos derivados de la manzana o en los que ésta entra como componente.
Algunos, curiosos, como la sidra helada.
Y ¡a Toronto! Antes de llegar adelantábamos un Rolls, pero lo cierto es que fue el único. No todos los ciudadanos de Toronto van en Rolls, pese a lo mucho que les gusta a los canadienses presumir de su elevado nivel de vida.
Rascacielos y calles rectas caracterizan a la ciudad de Toronto.
Las iluminaciones de los edificios son más vistosas que las de las calles.
Por la mañana salimos en dirección a las cataratas de Niágara. Desde muchos lugares de Toronto se divisa la CN Tower.
Durante muchos años fue el edificio más alto del mundo.
Hacia lo más alto también se encaraman muchos edifios torontonianos.

El San Lorenzo presente como siempre.Pasamos por Halifax, ciudad fuertemente industrializada.
Y llegamos a Niágara donde en el primer momento los rascacielos, las tiendas, el tráfico y la multitud turística casi te hacen olvidar las cataratas.
Pero están ahí.
Lo primero a tomar el barco que te acerca a ellas.
Una isla divide en dos las cataratas. El acercamiento se realiza empezando por las conocidas como Horseshoe Falls, situadas en territorio canadiense.
A la izquierda quedan las American Falls en territorio de Estados Unidos.
Cuando llegas y el barco casi se detiene bajo las primeras de poco te sirve el impermeable de plástico que te han dado al subir.
Al dar la vuelta la contemplación de las otras es más tranquila. Se pueden abrir los ojos y tomar fotos tranquilamente, pero son mucho menos impactantes.
El trayecto en barco se hace corto pero desde el paseo situado en al orilla pueden seguir contemplándose desde diferentes perspectivas.
El aumento de temperatura al avanzar el día provocaba una evaporación más rápida que parecía que las Horseshoe Falls echaban humo.
Vale la pena el largo paseo de ida y vuelta para acabar de disfrutar del espectáculo.
Desde el restaurante aún seguimos contemplándolas.
A continuación a la base desde donde salen los helicópteros para sobrevolarlas.
He de reconocer que subir en esos aparatos no entra dentro de mis deportes de riesgo predilectos. Por consiguiente a refrescarse y a esperar que regresasen los intrépidos.
Nos acercamos luego a Niágara-on-the-lake, tranquilo y floreado pueblecito vacacional cercano a las cataratas.
En toda la zona, muchos viñedos.
Regreso a Toronto y a sus gigantescos edificios.
El último día lo dedicamos a Toronto. En la ciudad abundan los parques.
También las zonas alternativas.
Destacan sobre todo las enormes construcciones del centro.
Cada rascacielos parece querer superar a los demás.
Hay inmensos complejos comerciales como el Atrium Bay.
En la zona de negocios compiten las más diversas arquitecturas contemporáneas.
Aún hubo un rato para compras.
Antes de acercarnos a la CN Tower.
A cuyo lado está el Acuario de la ciudad.
No hubo tiempo para el Acuario, pero sí para ascender a la torre (553 metros de altura), por lo menos hasta el mirador (346 metros), desde donde se ven amplias panorámicas de la ciudad en un día claro como el que tuvimos suerte de tener.
En todo el viaje por Canadá no vimos ningún miembro de la famosa Policía Montada. Lo que más se le pareció fueron estos muñecos de la tienda de la CN Tower.
Después de comer estuvimos un rato en la antigua destilería de whisky Gooderham and Worts, transformada en espacio de modernas tiendas, restaurantes y espectáculos al aire libre.
De la Destilería al aeropuerto dando un último vistazo a la ciudad.
Escala en Montreal, llegada el día siguiente a Barcelona y a casa.