Animados por el buen tiempo, pese a estar bien entrado octubre, y por los partes meteorológicos que anunciaban que el tifón ya iba cruzando Japón y habría pasado por completo cuando llegásemos, emprendimos el largo viaje.
Por la mañana autocar de Barbastro a Barcelona y vuelo en “Emirates” haciendo escala y transbordo en Dubai. Buen avión hasta allí.
Unas horas en Dubai y continuación hacia Osaka. El avión menos cómodo y las más de once horas, añadidos a la diferencia horaria hicieron que llegásemos ya entrada la noche del día siguiente al que habíamos partido.
Ya no había mucho tiempo para ver cosas, por consiguiente, dejado el equipaje, un paseo para ir a cenar.
A la entrada del restaurante el expositor con modelos de plástico de los platos que se sirven en el interior. Esa es la carta japonesa, evidentemente clara y didáctica.
De entrada cena totalmente japonesa. Zapatos fuera, palillos, platitos pequeños, medio haciendo de cocineros y con tofu por doquier.
Menos mal que para algunos había tenedores.
El día siguiente primer encuentro con las calles y canales de la tranquila Kioto.
Y con su gente, moviéndose en bicicleta y los niños de todas las edades yendo solos a la escuela en una ciudad de más de un millón de habitantes.
El principal objetivo de la mañana el templo del Pabellón Dorado (Kinkaku-ji). Magnífico templo reconstruido tras ser incendiado por un monje en 1950. La narrativa de la vida de ese monje y los hechos que culminan con el incendio del Pabellón son relatados por Mishima en la novela “El Pabellón de Oro”.
Tras las primeras construcciones aparecen los jardines con un arbolado y vegetación absolutamente exóticos a los ojos europeos.
El Pabellón se refleja en un lago, en el que las plantas y las rocas parecen ocupar cada una el lugar que les estaba predestinado.
El Pabellón propiamente dicho fulguraba en un día tan radiante como el que teníamos.
Los jardines y las aguas compiten también en belleza.
Desde todos los rincones.
Saliendo, la perspectiva del Pabellón entre los árboles nos ofrece otra imagen.
Parece que las plantas estén modeladas según un diseño (¿el espíritu del zen?).
Antes de irnos, parada a hacer sonar el gong.
Como en cualquier lugar frecuentado, muchos tenderetes con venta de objetos. Las chucherías japonesas muy abundantes, variadas y de gran éxito entre la población escolar (hay constantes universales).
Cerca del Pabellón Dorado se halla otro templo zen, Ryoan-ji (templo del Dragón tranquilo y pacífico). Su atractivo principal es el jardín de rocas en el cual quince piedras sobresalen de un fondo de grava.
Preparándonos para la “inefable experiencia” que íbamos a sentir nos hicimos una foto de grupo.
Y rápido al jardín a meditar ante la contemplación de ese rectángulo, expresión de la máxima espiritualidad zen.
Frente al jardín están las habitaciones del abad, austeras y minimalistas, desde donde puede contemplarse el rectángulo.
Sobre la interpretación de ese jardín se han escrito miles de páginas y se han llegado a estudiar con ordenadores infinitud de variantes en la disposición y tamaño de las piedras que al parecer han demostrado ??? que cualquier pequeña alteración rompería la armonía que desprende el conjunto al subsconsciente de quien lo contempla.
Mi humilde y prosaica dosis de espiritualidad no me permitió captar las sutilezas del zen y la verdad es que lo pasé mejor en el estanque lleno de lotos y jardines adyacentes.
Después del zen, comida japonesa. Debe ser también mi falta de espiritualidad zen, pero muy saciado no me dejan esos manjares.
Regresamos en bus al hotel cruzando el río Kamo.
Rapaces de notable tamaño sobrevuelan zonas de la ciudad.
En el hotel una pequeña pausa.
Y a tomar el metro hacia el distrito Higashiyama.
Por el camino nos seguían sorprendiendo los anuncios en plástico de los productos de heladerías y restaurantes.
Las pescaderías son una muestra de limpieza e higiene tal que ni siquiera huelen.
Nos dirigíamos al templo Kiyomizu y conforme nos acercábamos a él íbamos encontrando jóvenes vestidos al modo tradicional, al parecer sólo por ánimo festivo.
En el acceso al templo Kiyomizu pudimos ver que era aún más visitado que los que habíamos visto por la mañana.
El pabellón principal y su terraza construidos en madera sin clavos ni anclajes metálicos tiene excelentes vistas sobre la ciudad.
Aunque la mayoría de los visitantes sean turistas también hay quienes van a rezar.
Al otro lado de un pequeño barranco se divisa la llamada falsa pagoda a la que no llegamos pues no faltaba demasiado para el anochecer.
Cualquier sitio es un buen mirador.
El bosque de cerezos hace pensar en lo que debe ser cuando están en floración
En el extenso recinto también hay pequeños cementerios.
Kiyomizu significa “agua pura” y beber del manantial sagrado es para muchos parte de la visita.
Infinitos rincones del templo merecen detenerse. ¡Lástima del exceso de gente!
Bajando del templo por estrechas callejuelas hay muchas casas diminutas.
También pagodas.
Ya en el distrito Gion nos recibía el santuario Yasaka.
Todo el distrito es muy comercial.
La calle Hanami-koji está llena de restaurantes y casas de té donde las geishas (geikos en dialecto local) y maikos (aprendizas de geisha) ejercen sus funciones.
Ya entrada la noche dejamos el distrito de Gion y fuimos a pie hacia el hotel nada lejano.
Aún nos topamos con una pequeña manifestación, ordenada y tranquila (es Japón), controlada por un solo policía a distancia.
Por la mañana a primera hora un paseo en solitario por los alrededores del hotel. Lo más curioso, miles de japoneses en la calle y yo la única persona con cámara fotográfica.
El cableado telefónico y eléctrico colgado por las calles como en todo el este asiático. Eso sí, aquí más ordenado que en otros lugares y más justificado por la frecuencia de movimientos sísmicos.
A esas horas una maiko de compras (sé que era maiko y no geiko porque me lo dijeron, mi conocimiento de la cultura japonesa ni entonces ni ahora es capaz de distinguir tales sutilezas).
Tras el desayuno hacia Nara. Primera visión de los cultivos japoneses: pequeños arrozales entre aún más pequeños huertos.
En Nara primero al templo Todai-ji. Multitudes de niños.
Atraídos sobre todo por los cientos de ciervos que pululan en completa libertad en el entorno, esperando (o exigiendo) las galletas de los turistas.
Accedimos a la zona central del templo a través de la Nandaimon (Gran Puerta del Sur).
Tras la puerta seguían los ciervos.
Y los niños
Y la entrada al templo propiamente dicho.
Donde se halla el Pabellón del Gran Buda, el edificio de madera más grande del mundo.
En su interior otro “más grande”. El mayor Buda sentado del mundo.
Al lado del Buda se halla este Bosatsu Kokuzo. “Ser Iluminado” al que se reza para mejorar las cualidades intelectuales.
Y a ambos lados estos severos guardianes.
A escasa distancia está el Gran Santuario Kasuga.
Los ciervos siguen por allí.
Así como miles de faroles de piedra que bordean calles y paseos.
Los edificios centrales del templo han sido renovados como práctica habitual del sintoísmo cada veinte años desde su construcción original en el siglo VIII.
Es frecuente venir a a este templo para celebrar el “Shichi-go-san” (Siete-cinco-tres), ceremonia sintoísta en que las niñas de tres y siete años y los niños de cinco acompañados de los padres cumplen con un corto ritual comparable a nuestra Primera Comunión.
Acabados los templos, a comer. Comida japonesa, pero para mí hubo tenedor.
Regreso a Kioto para visitar el santuario sintoísta Fushimi, al sur de la ciudad.
Es el principal de los santuarios dedicados a Inari, deidad del arroz y el sake. Estos santuarios son fácilmente reconocibles por las imágenes de zorros guardianes.
Las puertas “torii” en el sintoísmo separan el espacio sagrado del profano.
Los hombres de negocios que vienen a pedir prosperidad a Inari han regalado centenares de puertas que, colocadas una tras otra, forman larguísimos pasadizos popularizados al aparecer en la película “Memorias de una Geisha”.
Quienes no pueden pagar puertas grandes ofrendan miniaturas.
En esa mezcla de tradición y superstición que es la religión en Japón, las peticiones se realizan en diversas formas, como en los cartones con rostro de zorro.
Siempre hay sacerdotes dispuestos a realizar rituales para solicitar deseos.
El entorno del santuario lleno de caminos que conducen a pequeños templos es frondoso y agradable.
Y cada dos por tres te tropiezas con algún simpático zorro.
Cuando regresábamos al autocar nos encontramos un café de los destinados a acariciar gatos. En estos locales uno toma su té o lo que sea y por un suplemento tiene derecho a pasar el tiempo contratado acariciando un gato. ¿Acabaremos igual?
La cena también japonesa y haciendo de cocinero.
El día siguiente dejábamos Kioto con equipaje sólo para un par de noches. El resto ya nos esperaría en Tokio. Metro hasta la estación y allí a esperar el tren que nos llevaría a Kanazawa.
Impresionante la estación de Kioto. Afortunadamente en ésta los letreros en inglés y la facilidad de los japoneses para hacer colas sin amontonamientos permiten orientarse sin demasiadas dificultades.
Al llegar a Kanazawa autobús y hacia las montañas
El camino hacia Shirakawa-go nos ofreció gran variedad paisajística.
Al llegar a comer en un restaurante aislado en pleno campo. ¡Cómo no, comida japonesa!
Después a una de las poblaciones que aún conservan casas “Gassho”. Éstas son viviendas con cubiertas de paja en pronunciada pendiente a dos aguas que permite expulsar con rapidez el agua y la nieve que caen tan abundantemente en la zona. Extensas familias vivían en ellas, en la planta baja. Las plantas superiores se destinaban a la cría de gusanos de seda.
El paisaje es excepcional.
Entre las viviendas algunos pequeños huertos y frutales. Sólo manzanos, membrillos y lo que más palosantos (caquis).
Cada veinte años se renuevan las cubiertas realizadas al modo tradicional sin anclajes metálicos de ningún tipo.
Visitamos una de las casas, acondicionada para el turismo, donde aún se pueden ver los gusanos.
Nos quedó aún rato para pasear por la población.
De Shirakawa-go a Takayama. donde tuvimos tiempo para dar un paseo por la calle Sanmachi-suji.
Allí visitamos una destilería-tienda de sake y degustamos esa bebida nacional japonesa.
Cerca está el Puente Rojo, ya poco transitado a la puesta de sol.
Las casas tradicionales de madera abundan en esa zona de Takayama.
Cerca del hotel fotografié una barbería, que en Japón aún lucen los colores tradicionales que no hace muchos años las identificaban también entre nosotros.
Tras la cena, por lo menos nosotros, nos acostamos pronto.
Por la mañana, temprano, ya sin saber mucho en que día estábamos, nos dirigimos al mercado matutino que tiene lugar en Takayama junto al río.
Lo primero que me llamó la atención fueron las setas dada mi afición a ellas
Había hasta lugares donde probarlas.
Así como los pequeños dulces japoneses, muchos de los cuales recuerdan las gominolas.
Las macetas con flores suelen ser pequeñitas. No hay mucho espacio en las casas para jardín.
La fruta era escasa. Las manzanas eran todas Fuji, al igual que todas las que comimos durante esos días.
Al final del mercado en una tiendecita había centenares de tipos de sake y de sus derivados.
Del mercado al Santuario Hachimangu Sakurayama.
Allí se encuentra el el salón donde se exponen las más vistosas carrozas de las que salen en cabalgata acompañadas de campesinos en trajes típicos en el Takayama Matsuri, celebrado dos veces al año.
Íbamos justitos de tiempo y atravesamos deprisa la ciudad, aunque al ser tan tranquila y no haber excesivo tráfico aún pudimos ir haciendo breves paradas.
El destino era el edificio que durante el período Edo albergaba la sede del Gobierno. El período Edo en Japón se extiende desde principios del siglo XVII hasta 1868 y se caracterizó por tener el gobierno efectivo a cargo de los shogunes que residían en Edo, el actual Tokio, mientras los emperadores, cuyo poder era meramente nominal residían en Kioto.
Este edificio ha sido restaurado y en él pueden contemplarse las características de una residencia tradicional.
Desde Takayama tren a Nagoya, entre bosques, ríos y lagos.
En Nagoya, cuarta ciudad de Japón y sede de muchas grandes empresas como Toyota, cambiamos de tren.
El tren que nos condujo hasta Odawara fue el “Tren Bala”. Lo cierto es que nuestro AVE no tiene nada que envidiarle.
En Odawara a coger un autobús que nos llevó a Hakone donde estaba el hotel. A cenar y a dormir pues en los alrededores del hotel lo único que había era oscuridad. La cena a la europea. Cuchillo, tenedor y comida perfectamente identificable.
A la mañana siguiente madrugamos para disfrutar de los alrededores, antes de que abriesen el comedor para el desayuno.
El hotel tenía una fachada que más parecía de cárcel u hospital que de alojamiento de hostelería.
Pero la parte de atrás con los jardines dando al lago Ashi era otra historia.
Al fondo una visión emocionante: el Monte Fuji, en uno de los pocos días al año en que era visible, pues las nubes o la niebla suelen cubrirlo habitualmente. La nieve caída hacía poco, aunque escasa, permitía que resaltase un poco más.
Hicimos una pequeña travesía en barco por el lago para ir a buscar el teleférico que nos había de conducir al Valle de la Gran Ebullición.
El Monte Fuji aún era visible, pero las nubes ya empezaban a cubrirlo.
Pero además del Monte Fuji los paisajes de las orillas del lago son un valor en sí mismos.
Finalmente al teleférico.
Mientras subíamos se iba desvaneciendo el Monte Fuji
En el valle de la Gran Ebullición la actividad volcánica de las fumarolas es continua, aunque muy “domesticada”. Este Valle se llamaba anteriormente “Del Infierno”, pero como lo visitó el emperador y tales personajes al Infierno no pueden ir hubo que cambiarle el nombre.
Uno de los atractivos turísticos del paseo entre las fumarolas y las aguas sulfurosas con su olor a huevos podridos son precisamente los huevos puestos a cocer en una cesta dentro de dichas aguas.
Una vez duros la cáscara se pone de color negro. Luego se venden a buen precio. Todo el mundo se come el suyo. Ningún sabor especial, pero te prometen que tras ingerir uno la vida se prolonga siete años. Sólo comí uno pues la verdad con tres docenas igual esta vida se me hace demasiado larga o la acortamos de golpe.
Comimos en el mismo valle y allí nos vino a recoger el autobús.
Camino a Tokio, pronto dejamos los bosques.
Y entramos en una selva de construcciones.
Iba anocheciendo y antes de llegar al hotel el autobús nos dio una vuelta por algunas calles céntricas donde el neón es el rey y señor.
Tras recoger nuestros equipajes, que nos estaban esperando en el hotel, y dejarlos en las habitaciones a dar un paseo. Estábamos alojados en Shinguju oeste frente al Ayuntamiento y en la zona donde están los mayores rascacielos para oficinas.
Junto a las grandes avenidas estrechas calles con bares, restaurantes y tiendas
Y al lado gigantescas construcciones de la arquitectura de vanguardia.
Más tarde, la cena fue también en las cercanías.
Situados casi en la planta treinta del hotel ésta era la vista desde la habitación por la mañana.
Y éste el aspecto de la torre del hotel donde estábamos alojados. Al lado había otra torre menor. Una ciudad más que un hotel
Delante, el edificio del Ayuntamiento (Gobierno Metropolitano lo llaman) con sus dos torres.
La primera visita fue al santuario Meiji. Una gran “torii” abre el paso a la avenida que conduce al santuario propiamente dicho.
Las ofrendas de toneles de sake se amontonan en los espacios dispuestos para ellas.
Aquí como curiosidad también se exhiben las ofrendas de las mejores bodegas de Borgoña.
Y a la plaza central del recinto.
Coincidimos con varias bodas según el rito sintoísta.
Al salir del santuario pasamos junto al estadio diseñado por Tange Kenzo para las Olimpiadas de 1964.
Luego paseamos por la calle Omotesando, que congrega buena parte de las tiendas de famosas marcas internacionales y edificios de original diseño.
Se acercaba “Halloween” y en los escaparates quedaba claro como los tradicionales japoneses también han sucumbido a la influencia de Yanquilandia.
El todo mecanizado afecta también a otro tipo de tiendas. No podían faltar las de este tipo en un país tan reacio al contacto físico.
Las formas y alturas de los edificios son tan variados que rompen un poco el esquema de un Japón excesivamente monótono y ordenado.
Las grandes y concurridas avenidas como la calle Omotesando contrastan con las poco atractivas callejuelas laterales.
Cerca de Omotesando está la calle Takeshita, de ambiente informal y tiendas muy variadas y que atraen mucho a adolescentes y a otros que ya no lo son tanto
Es también esa calle un expositor de vestuarios alternativos: natural kei, góticos, lolitas, …, que desde los años ochenta del siglo pasado triunfan en sectores juveniles japoneses que desean romper con el tradicionalismo vigente.
Otra vez a Omotesando.
Y al restaurante ubicado en las cercanías.
Por la tarde seguimos con el autobús por el Tokio de los grandes edificios.
Para acabar en el parque Kitanomaru, donde nos recibía la estatua de Kusunoki Masashige, famoso samurai del siglo XIV.
Desde el parque el Tokio de los rascacielos tampoco se ve lejano.
Y la publicidad, omnipresente. Nunca dejó de sobrevolarnos un dirigible recordándonos la necesidad de asegurarnos.
En el parque Kitanomaru está el Palacio Imperial, que sigue rodeado de su foso.
Regreso al centro y a sus rascacielos.
Para ir al edificio del Gobierno Metropolitano.
En la planta 45 de cada torre hay una plataforma de observación panorámica y a ella subimos. Las vistas son espectaculares.
Iba anocheciendo y empezaban a encenderse las luces.
Allí permanecimos hasta que oscureció.
Los pisos más altos de muchos edificios de los aledaños están destinados a restaurantes. En una de las últimas plantas de éste cenamos.
El siguiente día salimos de Tokio en direcció al norte, hacia Nikko. Por el camino indicadores de que íbamos en dirección a Fukushima.
Y en la parada un castañero. Las castañas algo distintas a las nuestras, pero el sabor muy similar.
Llegados a Nikko el Santuario Toshogu era el objetivo.
Puertas “torii” nos abrían el paso.
Tras ellas una larga avenida bordeada por grandes cedros.
Y por farolas de piedra.
Hasta llegar a la pagoda, en que cada planta representa un elemento. De abajo a arriba: tierra, agua, fuego, viento y cielo.
Desde la plazuela donde esta la pagoda unas escaleras conducen al primer patio interior, rodeado de los almacenes sagrados.
Y donde también está el establo, decorado con relieves de simios.
Entre ellos el de los tres monos de la sabiduría.
Más arriba se halla la puerta Yomeimon.
Plena de detalles escultóricos.
Destacan también los muros laterales llenos de tallas de aves con predominio de los pavos reales.
Sobre una puerta está el famoso relieve del “Gato durmiendo” atribuida al gran tallista Hidari el Zurdo.
Unas escaleras conducen a la tumba de Ieyasu, el primer shogun, para quien su nieto levantó el santuario.
Los artesanos de la madera hicieron aquí una obra soberbia.
Antes de abandonar el recinto aún pudimos presenciar una ceremonia de emancipación de un chico acompañado por sus padres.
De Nikko al lago Chuzengi hay que ir por la llamada carretera de las mil curvas. No son tantas, entre ida y vuelta sólo 48, pero completamente cerradas y con gran desnivel, a prueba de buenos conductores y mejores frenos. Los paisajes que se divisan (si alguien no se marea) son una maravilla, más con la policromía otoñal.
Frente al lago Chuzengi comimos.
Aquí los colores es imposible que quepan todos en una paleta de pintor.
Un atractivo cercano al lago son las cataratas de Kegon. Están ahí, pero la niebla no nos permitió verlas, aunque sí pudimos oír el estruendo.
Con el atractivo del colorido nos tuvimos que conformar.
Regreso a Tokio y otra cena a la japonesa.
Ya se iba acercando el fin del viaje y nuestro penúltimo día en Tokio. La lluvia nos había respetado hasta entonces -lo que no es frecuente tantos días en Japón-, pero ese día ya hizo su aparición.
No por eso paramos y de buena mañana fuimos al templo Asakusa Kannon. Dedicado a Kannon, la diosa de la misericordia, fue destruido en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y reconstruido. Muy concurrido, yo no lo vi tan espectacular como lo calificaban en las guías.
En 1973 se le añadió una pagoda, réplica de la original.
A la entrada del santuario principal aparece esta gran lámpara.
En el interior siempre hay fieles rezando y pidiendo suerte.
En los alrededores se levantan pequeñas construcciones e imágenes fruto de donativos, como éstas.
Desde el templo parte una zona comercial.
Cuyo centro es la calle Nakamise.
Tras pasear un rato por la multitud de tiendas al distrito Akiharaba con sus grandes almacenes de electrónica.
En la misma zona un café para jovencitos que deseen un rato de compañía femenina para conversar. En la foto la puerta con una de las adolescentes reclamo.
Después de comer un buen rato de metro y de monorrail para ir al distrito Daiba, la bahía de Tokio.
Al bajar ya nos apareció el edificio de la sede Fuji TV, diseñado por Kenzo Tange.
En las vistas sobre la bahía destaca inmediatamente una copia de la Estatua de la Libertad.
Entre una nube de rascacielos y el inmenso puente que atraviesa la bahía.
El monorrail nos devolvió al centro.
Por la noche en el mismo distrito del hotel nos esperaba una cena japonesa.
Con espectáculo de animación.
Al que se sumaron algunos comensales.
Y llegó el último día. Abandonadas las habitaciones y recogido el equipaje para partir por la noche, nos dirigimos a la estación de Shinjuku a coger el metro.
Moverse en metro con guía es fácil, pero la inmensidad de la aglomeración urbana de Tokio y la multitud de líneas no lo deben hacer tan fácil para un novato.
El destino era el mercado de pescado de Tsukiji. Ya había finalizado la vorágine de la subasta diaria, pero seguía el movimiento.
En las especies que aún se exhibían abundaba el marisco.
Y algunos peces para nosotros no demasiado conocidos.
Como tampoco nunca habíamos visto estos mejillones de tamaño colosal.
O estas “nécoras” por llamarlas de algún modo.
En los alrededores se acumulan los restaurantes y pequeños comercios donde se ofrecen los más variados productos, generalmente bien distintos a los nuestros.
Como setas.
O pasteles.
Regresamos en el monorrail y metro al centro.
Para ir al famoso cruce de Shibuya donde confluyen varias calles y el paso de vehículos y peatones es alternativo a la vez en todas ellas.
En la adyacente plaza de Hachiko se alza el monumento al perro del mismo nombre que se hizo famoso por ir cada día a esperar a la estación a su dueño cuando éste regresaba del trabajo. Un día el dueño sufrió un paro cardíaco y no regreso y el perro siguió allí durante casi diez años hasta su propia muerte en 1935.
Después de comer pronto nos despedíamos ya de Tokio, sus rascacielos, letreros, luces y publicidad.