Nos quedaban unos días libres a principios de setiembre y decidimos apuntarnos a la salida organizada por Modoviaje.
Nuestro conocimiento previo de Madeira era más bien escaso. Un archipiélago portugués en el Atlántico como las Azores.
El viaje sin incidentes -aunque el hecho de hacer transbordo en Lisboa lo convirtió en algo más largo de lo esperado- y llegada al aeropuerto de Madeira, a pocos kilómetros de la capital, Funchal, y situado literalmente sobre el mar.
El nombre del aeropuerto (personaje madeirense famoso) lo dejo a la imaginación del lector.
En el recorrido hacia Funchal ya pudimos apreciar algunas de las características de la isla. Una vegetación exuberante y el terreno escabroso a más no poder.
Pequeñas casitas, a las que hay que llegar siempre en cuesta, salpican las laderas
Pronto estuvimos en el hotel.
Hacía honor a su nombre: “Four views”.
Había tiempo para bajar hasta el centro a dar un paseo. Sobre la ciudad se eleva la fortaleza, construida en el siglo XVII para ser usada como polvorín.
Flores y plantas de todo tipo crecen en los más insospechados lugares.
Barrancos también por doquier.
En menos de diez minutos al centro. A la Rotunda da Infante y a la avenida Arriaga.
Se estaba celebrando la Fiesta del Vino de Madeira, coincidiendo con la vendimia.
Es sorprendente la variedad de frutas que se ofrecen en mercados o puestos callejeros. Frescas, secas, deshidratadas, … Una muestra de como han llegado a aclimatarse en la isla árboles frutales procedentes de los cinco continentes.
Un paseo hasta el puerto.
Pasamos por el museo del titular del aeropuerto, que tiene también su plaza
La subida de regreso al hotel fue más durilla que la bajada, pero sirvió para hacer hambre para la cena. Luego había espectáculo folklórico, pero a algunos nos apetecía ya más descansar y dormir.
El siguiente día lo empezamos con visita guiada a Funchal.
Alguna chimenea recuerda lo que fue en tiempos una importante actividad, la elaboración de azúcar de caña.
Alguna calle también recuerda el pasado.
Visitamos el Mercado Central. Las frutas, producto preferente.
Pero también el pescado, al que está dedicado el piso inferior, tiene su importancia.
La estrella es el peixe espada preto (pez espada negro), plato estrella de la cocina de la isla.
Las plantas aromáticas y medicinales están también presentes.
Visitar el mercado exige también tomarse una poncha, la bebida tradicional de Madeira. Se compone de aguardiente de caña de azúcar y zumo de limón, aunque hoy en día hay quienes lo hacen con zumo de naranja u otras frutas.
Del mercado a una fábrica de bordados. Las empleadas siguen trabajando artesanalmente.
Aún son artesanos los instrumentos para contar las puntadas.
Y el azulete y modos de aplicarlo.
Aunque naturalmente los métodos de elaboración, lavado y planchado se van modernizando
En las panaderías es muy propio el “Bolo do Caco”, algunas hasta lo usan de nombre.
Se trata de un pan redondo que se cocía sobre una losa de basalto (hoy sustituida por hornos). Se toma untado con mantequilla y ajo, pero también se usa para hacer bocadillos de cualquier cosa.
Fuimos a la catedral del siglo XVI.
Y otra vez por la avenida Arriaga donde seguía la Fiesta del Vino.
Cerca está el parque de Santa Catalina con gran variedad de plantas.
Aunque también merece la pena por las vistas.
Hay flores bellísimas.
Y un pequeño estanque con cisnes.
Antes de comer a una bodega.
Había que probar los vinos licorosos de Madeira y eso hicimos, pero creo que los buenos madeiras deben ser otra cosa. Vinos muy viejos, de muchos años, incluso siglos, son los que le han dado el renombre. Los que probamos, desde luego que no.
Por todas partes crecen hortensias. Éstas estaban frente al restaurante donde comimos.
Paseamos luego por la calle Santa María, repleta de restaurantes para turistas.
Pero cuyo atractivo principal radica en que a partir de las inundaciones de 2010 se planteó una iniciativa ciudadana para dar vida a las zonas degradadas del casco antiguo de Funchal mediante la expresión artística.
Se pintaron y decoraron puertas.
Se colgaron poemas en las paredes.
Y se intentó no poner límites en la expresividad a este “arte callejero” en su intento de revitalizar los espacios desde una perspectiva popular.
La mezcla entre deterioro y productividad artística es en algunos lugares muy relevante.
En otros es difícil responder a si es un resultado buscado o el tiempo, el abandono y la naturaleza lo han producido por sí solos.
De la calle Santa María al teleférico, el modo más rápido de alcanzar la parte alta de la ciudad.
Subiendo se disfruta de excelentes vistas.
Ya arriba, pasamos por el jardín botánico.
Y visitamos la iglesia de Nuestra Señora del Monte.
Para bajar nos plantearon la “aventura” de hacerlo en los “carros de cesto”. Éstos son una especie de trineos construidos en mimbre y madera que dos fornidos mozos (los “carreiros”) empujan a vertiginosa velocidad cuesta abajo por las empinadas calles madeirenses durante más de dos kilómetros. Al ver los artilugios y pensar en el desnivel meditas tu decisión.
Pero al final acabas participando en la experiencia para turistas.
Una atracción de feria en plan popular que no deja de ser divertida.
Y a completar la tarde salvando en muy pocos kilómetros el desnivel hasta Eira do Serrado, cuyo mirador se encuentra a 1095 metros de altitud.
El paisaje desde el mirador es increíble. Abajo se divisa Curral das Freiras (valle de las Monjas), cuyo nombre se debe a las monjas de Santa Clara que en 1566 se refugiaron con sus tesoros aquí huyendo de los piratas.
Cualquier lugar al que se dirija la vista resulta espectacular.
Al mirar las carreteras más vale no pensar en que tienes que volver a bajar por ellas.
Bajamos a Curral das Freiras y de allí contemplamos el mirador.
Habíamos tenido suerte con el tiempo pues durante el descenso la niebla empezaba a extenderse. Un añadido más al peligro de las carreteras de la isla. Un nativo me comentaba que las pruebas para obtener el carnet de conducir tendrían que hacerse todas en Madeira y, desde luego, el que sabe conducir aquí sabe en cualquier sitio.
Después de cenar música en vivo en el hotel y foto con la simpática venezolana que nos había atendido.
A empezar otro día enfrentándonos con las carreteras. Primero hacia Camacha, ganando altura en corta distancia.
La parada en Camacha fue para ver una fábrica que trabaja con mimbre.
Simplemente con el mimbre se hacen todo tipo de utensilios y figuras.
Puede verse a los artesanos en su tarea.
Desde Camacha empezamos el ascenso hacia el pico de Areeiro, uno de los más altos de la isla. Sol y nubes prometían un tiempo incierto.
Poco a poco la niebla ganaba terreno.
Y arriba la visibilidad era escasa.
Los impresionantes paisajes que dicen se divisan desde allí los tendremos que dejar para mejor ocasión.
Durante el descenso empezó a asomar el sol.
Muy tímidamente pues al llegar a Ribeiro Frío aún estaba nublado.
En Ribeiro Frío la visita fue a un vivero de truchas sin mayor interés.
Cuesta abajo el día iba mejorando.
Conforme llegábamos a Santana, cada vez más soleado.
Santana es un pueblecito cuyo mayor atractivo son las casitas con techos de paja a dos aguas, que casi llegan al suelo. Pocas quedan de las tradicionales.
La mayoría de las que vemos ahora son construidas ex profeso para turistas.
Y están dedicadas a la venta de galletas, licores y recuerdos.
Otra vez cuesta arriba para ir a buscar el restaurante en Faial.
Buenos paisajes también desde allí.
Luego a Porto da Cruz.
A ver una destilería de azúcar de caña.
Donde aún se conservan los utensilios tradicionales de elaboración.
Porto da cruz es uno de los lugares madeirenses donde la falta de playas naturales agudiza el ingenio para construir piscinas con agua del mar.
La playa, al lado, no es muy apetecible y además peligrosa.
El punto más oriental de la isla es la Punta de San Lorenzo.
Uno de los lugares que merecen ser conservados en la retina.
La última visita del día a Machico.
Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción.
Y playas, si se las puede llamar así.
El viernes tocaba la parte occidental de la isla.
Empezamos en Camara de Lobos, pequeño y pintoresco pueblecito pesquero.
Sus calles lucían decorados festivos.
Mientras los lugareños, ajenos al turismo, seguían con sus charlas y partidas de cartas.
De Camara de Lobos otra rápida subida. Esta vez hacia el mirador de cabo Girao.
Casi seiscientos metros en vertical separan este mirador del mar.
Su plataforma de cristal permite hacerse una idea -para quien no tenga vértigo- de lo que hay.
Y otra vez hacia el mar.
Ahora a Ribeira Brava, cuyo barranco poco honor hace al nombre en época de sequía.
La iglesia de San Benito es tal vez la que encontré más interesante de la isla.
Arriba de nuevo. Hacia la meseta de Paul da Serra. Mucho verdor surcado de senderos transitables, los antiguos canales habilitados para el excursionismo.
Algunas vacas, pocas, sesteaban por los prados.
Y al norte de la isla descenso a Porto Moniz.
Allí se encuentran unas atractivas piscinas naturales.
Enmarcadas por un espectacular paisaje.
Y a comer, esta vez sin abandonar la costa, a San Vicente.
Por la tarde a ver la parroquial dedicada al santo oscense, cuyo nombre lleva al igual que el pueblo.
Y retorno a Funchal.
En Funchal el grupo fue a ver un espectáculo de fado, nosotros preferimos bajar a la ciudad a acabar de conocerla.
Nos llamó la atención una barbería cuyo nombre no incita demasiado a colocarte en un sillón mientras el barbero acerca la afilada navaja a tu cuello.
Las agradables temperaturas que disfruta siempre la isla animan mucho a hacer vida en la calle.
La Fiesta del Vino continuaba.
Nos acercamos al puerto para tomar algo por allí y acabar de pasar la tarde.
Y llegó el último día, que amanecía bueno.
Había tiempo pues el avión no partía hasta la tarde y fuimos al puerto a tomar un catamarán para intentar ver delfines y cachalotes, abundantes en estas aguas.
Sin alejarnos demasiado de la costa.
Ya íbamos ojo avizor para avistar a los mamíferos marinos.
Pronto aparecieron los primeros delfines.
Sus saltos cuestan de atrapar con la cámara. ¡A conformarnos con lo que había!
La mayoría iban en grupitos de dos o tres.
Se aproximan a los barcos sin temor.
Bien hubiésemos estado más rato contemplando sus evoluciones, pero hay un tiempo límite que no debe sobrepasarse.
Los cachalotes no abundan tanto, pero vimos bastantes.
A éste lo cogí de lejos, pero si no la foto valdría para el National Geographic
Su tamaño es notable.
Aunque poca parte de su volumen suelen exhibir al exterior
A veces algo más.
Sorprende lo que se acercan a la costa, aunque aquí las aguas son profundas.
Y tocaba regresar con la visión lejana de las llamadas Islas Desérticas.
También es un placer ver Funchal desde el mar.
Al hotel, a comer y hacia el aeropuerto.
Y ya volando un último adiós a Funchal y Madeira.